Ella no tenía ganas de verlo ese día, en el mismo
lugar y a la misma hora.
Le hartaba que fuera él quien siempre dispusiera de su
tiempo y de sus ganas.
Hacía tiempo que no le excitaba más el verlo desnudo a
través del espejo como antes y no se humedecía su cuerpo cuando la rozaba
lentamente con su lengua en cada uno de los dedos de los pies.
Las sensaciones se alejaban e iban transformándose en
ausencias y los sueños que alguna vez lograron brillar en sus ojos, decidieron
ocupar un lugar entre las cenizas de los cigarros consumidos.
Aun así, ahí estaba ella diciéndole que sí, a todo que
si, a través del teléfono. La cita ya estaba confirmada y no quedaba ya mucho
tiempo. La llamada era inevitablemente apresurada. Cinco o diez minutos antes
de la hora, porque “el señor tenía compromisos antes o después”.
Al llegar al lugar tantas veces acordado, el carro de
él ya estaba ahí, pero diferentemente estacionado. Contradiciendo de manera
extraña a su obsesiva pulcritud. Subió al cuarto piso del edificio y su
sorpresa aumentó al no observar la rosa roja colgando por el tallo en el
picaporte de la habitación como infinidad de veces previas.
Sintió estremecer su columna vertebral. Algo no
cuadraba.
Se quitó los zapatos para entrar sin hacer ruido y
como siempre se introdujo sigilosa buscando la silueta a contraluz, que
monótonamente estaba siempre desprovista de ropa.
Más no fue así. Extrañamente estaba sentado a la
orilla de la cama con el rostro desencajado por una evidente tristeza. Intentó sonreír
al mismo tiempo que le anunciaba que no podrían seguir viéndose, ya que
diversos compromisos de trabajo lo obligaban a mudarse a otro país junto con su
nueva esposa.
Ella suspiró aliviada y un guiño leve apareció en sus
labios.
Este gesto no lo percibieron esos ojos ansiosos, ya
que los nublaba la espesa nube de humo de su cigarrillo.
La tomó por ambas manos, las cuales besó con
desesperación. Ella se dejó hacer todo lo que él quiso y ahora más que nunca,
ya que dentro suyo se mezclaban el alivio y la rutina con tan excelente
noticia. “Al cabo que ésta será la última vez”, se repetía incesante.
Una mano de él se introdujo bajo su falda y encontró
lo que definitivamente le excitaba sobremanera. Con ella la acarició, la
doblegó, la penetró. Mientras con la otra extremidad, se complacía a sí mismo,
al tiempo que de sus ojos fluían lágrimas de amargura y desolación.
Ella inmóvil lo dejó tocar sin inmutarse, hasta que lo
sintió doblegarse y quedar exhausto como tantas veces.
Una vez saciada su avidez, se levantó. Fue al baño y
se lavó las manos con un jabón que extrajo de uno de los bolsillos de su
pantalón, con ese aroma que ella conocía tan bien y que detestaba sobremanera.
No le importaba ahora aspirarlo, porque estaba segura
que no lo olería más y la consolaba saberlo. Él se dirigió sin prisa hacia la
puerta. Giró sobre sus talones para anunciarle antes de partir que no fuera a
faltar a la cena de despedida. “Te espero en casa hija”.
Mayo 17 1996