
Siempre pensé que el primer día de escuela (preescolar para precisar) de Natalia sería algo que marcaría su corta y relajada vida y que para mí representaria el inicio de una nueva etapa como madre.
Fue así en parte, pero a quien marcó definitivamente ese inicio de actividades fue a mí.
Mi rutina se modificó y empecé a prepararme desde el domingo con juguitos, yogurt, pan, jamón, queso y galletas para el lunch.
Compré una lonchera de las princesas como si yo misma la fuera a usar... preparé la pequeña falda a cuadros y sus calcetitas verdes. Bolié los zapatitos negros y les saqué el brillo escondido entre el polvo acumulado de semanas de no usarse... hasta compré listoncitos blancos y verdes para sus coquetas coletitas en su rizado pelo.
La imaginé por la noche hermosa y adormilada, diciendo adiós con sus manitas y sendas lagrimitas en los ojitos durante su despedida...
Las lágrimas fueron mías y el adiós solemne también. El corazón estrujado vio como se apartaba sonriendo columpiando su lonchera y charlando animada con sus nuevos compañeros. Se paró frente al salón buscando su sillita como si ya conociera el lugar. Volteó a verme y con sus ojos negros me dirigió una mirada coqueta y se sentó a ocupar el espacio que ahora y al parecer desde siempre le pertenecía...
La dejé sonriendo (ella, yo no) y me aparté lentamente hacia la salida del colegio.
Salí a la calle y aspiré el aire de las 9 de la mañana fresca de agosto. No quise voltear. Me subí al carro y recargué la cabeza en el volante. Reflexioné y me di cuenta que mi bebé ya se había ido hace tiempo y en su lugar me quedó una pequeña personita más madura que su propia madre y que evidencia la ruptura del ser y ya no estar... Sigo admirando su madurez!