Tuve
cita para ultrasonido una mañana de este frío febrero y al arribar al
consultorio, la recepcionista me pregunta de tajo “¿ya se viene orinando?”, y
yo con la cara apretada meneo la cabeza de arriba a abajo precisándole que sí,
ya que me habían indicado previamente que bebiera mínimo tres litros de agua,
media hora antes del estudio para que éste saliera más nítido.
“Ah, bueno, entonces
pase al final del pasillo”, me dijo; “en un momento más la llamarán por su
nombre”.
Luego
de 15 prolongados minutos, treinta cruzadas de pierna y una sesión de limaje de
uñas por aquello de la distracción, salió una mujer vestida de blanco, la cual
para mí significó en ese momento la imagen misma de lo angelical.
Después
dudé de mi percepción, ya que clarito aprecié como “el ángel” aquel deletreaba
muy despacio: “S o l G a b r i e l
a F o n t…” por lo que me levanté lo más
rápido que pude para que me viera frente a ella.
Traté
de sonreír, pero estaba segura que si lo hacía estremecería el único músculo que
haría que llenara de “agua” la zona donde estaba parada, no sin antes atravesar
vergonzosamente por mis calzones.
Apreté
duro las piernas y marché despacito tras ella al área de rayos X.
La
misma enfermera me enseñó el cuarto donde debía cambiarme de atuendo y
colocarme una de las desteñidas batas, mientras me explicaba que el doctor no
tardaría en llegar.
En
el baño sufrí mucho más que con hambre en un supermercado; lo primero que mis
ojos distinguieron fue la taza llenita de agua, húmeda y trasparente. Mi
abdomen solito quería dirigirse hacia ella y descargar la vejiga que amenazaba
con reventar.
Respiré
profundo pero sin dejar de apretar, logré cambiar mi ropa para regresar hacia
la otra parte de la habitación, donde me señalaron que debía recostarme y
descubrir la bata mientras que el médico según, no aplazaría su arribo.
Temí
en ese instante que si no comprimía todo el cuerpo y no lograba controlar mis
esfínteres, ahí mismo se desencadenaría un tsunami con olor a óxido, pero pensé
entre mí que era aún muy joven para esos desfiguros; que aún no le corresponde
a mi organismo hacer lo que le dé la gana; que aquí, en esto, todavía yo tengo
el control.
¡¡Mmmmm,
tengo el control, tengo el control, tengo el control… Mmmmmm!! Y así medité por
largo rato y del méndigo doctor ni sus luces.
Por
fin a lo lejos escucho la voz del ángel –nuevamente- que grita: “Doctor, ¿ya mero viene? La paciente está
lista y dice que se revienta”.
¡Gracias,
muchas gracias!, pensé quedito para no agitarme y mancillar con ello mi orgullo.
Minutos
después, que para mí transcurrieron eternos, entra apurado el galeno, saluda y
se sienta sin siquiera mirar mi expresión de felicidad.
“Con
permiso”, dice y levanta la bata de repente, lo que permite que un viento
helado recorra mi vientre desnudo lo que me hace estremecer, y no, no era nada
romántico; al contrario era algo insufrible a ese nivel de desesperación
contenida.

Deslizó
por fin un tubo suave por mi abdomen para luego decirme que detectaba la
presencia de dos quistes en mi ovario izquierdo.
Los
nervios cuando menos me ayudaron a olvidar mis intensas ganas de orinar y le
pregunté, ¿pero hay alguna anomalía
doctor? Digo, ya me han operado anteriormente de quistes por la endometriosis
que sufro.
“No, precisó, todo
parece indicar que son de tejido endométrico o de grasa. Aparentemente no hay
de qué preocuparse; pero lo mejor sería que te realizaran un ultrasonido
trasvaginal”.
¿What?,
pensé yo. ¿Qué otra tortura me deparaba entonces? ¿No les resultó suficiente
con este calvario a mi estoicismo?
Sin
mediar clemencia, el radiólogo se levanta, me extiende un buen trozo de papel
estrasa para que limpie el gel de mi cuerpo y cierra el programa en la
computadora.
“Ahí está el baño;
que pases buen día”,
me dice tranquilo.
Yo
quise reclamar que duré más tiempo apretando mi angustiada vejiga que él
realizando el estudio, pero me fue imposible. Tuve que correr literalmente al
baño donde descargué mi todo por algunos minutos y entonces sí, aún con el
apresurado y trágico diagnóstico, fui verdaderamente feliz.