A los siete años me sentía la reina del
mundo.
Era la más pequeña de cuatro hermanos –una mujer y dos hombres-, y como
el negocio de mi padre estaba en un excelente momento, los mejores regalos, la
ropa de moda y la totalidad de las atenciones recaían en mi pequeña persona.
Inesperadamente mi madre anunció que estaba
embarazada y todos los cuidados se dirigieron hacia ella y al próximo
integrante de la dinastía, quien para colmo, dijeron era varón.
Mi papá irradiaba felicidad el día del
nacimiento del nuevo vástago y recuerdo que nos llevó un mediodía de octubre a
toda la familia al camellón en medio de la calle y nos señaló una ventana muy
alta del edificio de Ginecología del IMSS de la Juárez.
Por ahí asomaba mi mamá con carita cansada,
sosteniendo un bulto blanco y de rizos rubios, que luego supe era mi nuevo
hermanito.
Todo olía a él en casa. Y el amarillo le
sentaba de maravilla; pero había algo que no me gustaba de esa euforia que se
respiraba: ninguno volteaba a verme más.
Parecía que fuera invisible, como si no
existiera. Creía que me había convertido en un fantasma flaquito de cabello
corto que a nadie importaba ni llamaba la atención.
Si tenía hambre, debía hurgar en la cocina
por algo comestible que hubiese sobrado en los sartenes. Si sentía frío, me
acurrucaba a un lado de mi madre en busca de su calor, pero cuando apenas iba a
poner su brazo alrededor mío, el pequeño invasor soltaba el llanto y ella no
percibía más mi presencia por calmar la queja desaforada del infante
inoportuno.
Mis hermanos mayores estaban felices con el
nuevo integrante y lo cargaban y abrazaban constantemente. Decían que era
hermoso, que no había niño más gracioso y que definitivamente era el “nuevo”
rey de la casa.
Tardé mucho tiempo en aceptar la desbancada,
pero mientras tanto, buscaba la manera de molestar al usurpador con algunas,
según yo, inocentes travesuras.
Como prácticamente era invisible para los
demás, ocasionalmente metía las manos por debajo de las cobijas y fingía una
caricia, más de repente el bebé soltaba el llanto y los ahí presentes daban por
hecho que tenía hambre o habría que cambiarlo de pañal.
Jalarle el cabello se fue dando de manera
constante, y ya no me importaba el que no atendieran mis súplicas por atención.
Estaba segura que jamás me descubrirían, ya que además yo siempre tenía lista
mi cara de creíble inocencia.
Una tarde que mi madre estaba terminando de
preparar la comida, me dejó sola con el nene y me pidió que “le echara un ojo”;
yo voltee a verlo y estaba dormido tan plácidamente que hasta tierno me
pareció. Lo estuve observando y en verdad era lindo. Con su boquita rojita, los
chapetes rosaditos y los rulitos rubios que le daban un toque angelical.
Lo observé tan de cerca que comencé a
balancearme sobre él en la cama, lo cual hizo que botara despacito arriba y
abajo del colchón. Seguí haciendo el movimiento de los brazos y el bebito sin
despertar comenzó a trasladarse lentamente a la orilla de la cama con cada
rebote. Resultado de los brincos y el deslizamiento lógico, el colchón llegó a
su fin y el bebé fue a dar directo al suelo.
Luego de azotar, soltó un grito tan fuerte
que me dejó paralizada y sin saber cómo reaccionar; lo único que alcancé a
hacer después fue correr despavorida al patio de la casa y esconderme debajo
del lavadero con las piernas abrazadas y los ojos apretados.
Escuché los pasos de mi madre dirigirse a la
recamara a toda velocidad y luego muchas otras voces se sumaron al suceso,
mientras yo me repetía “que no esté lastimado, que no se muera…”.
Al cabo de muchos minutos, quizá horas según
yo, el alboroto calmó, pero no me atrevía a dejar mi refugio por temor al
castigo que segura me esperaba, hasta que escuché la voz de mi hermana
llamándome a gritos.
Temerosa y con la cabeza agachada salí del
resguardo improvisado y topé de frente con mi madre, quien cargaba al niño cuya
frente estaba roja e inflamada. Hasta entonces solté un llanto estruendoso
acompañado de pucheros involuntarios.
Ella me miró y me dijo: ¿Qué te pasa? ¡Si el
que se lastimó fue el niño!
Su reclamo hacia mí fue solamente porque lo
había dejado solo y ese descuido provocó el accidente que dejó como
consecuencia un evidente chichón, el cual desapareció con frotaditas de árnica
y mucho amor fraterno.
Desde ese día le bajé a las travesuras para
con mi hermano menor porque no quería llevar en mi conciencia un incidente de
mayores proporciones, y aun cuando cedí mi trono al más pequeño de los
integrantes, aprendí a apreciar mi ahora
nuevo mundo, donde sigo siendo una soberana invisible.
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