De niña, comer caldo de pollo resultaba un
sufrimiento para mí.
Primero porque era obligatorio cuando menos
dos o tres veces a la semana; y segundo porque el proceso de elaboración de
dicho alimento por parte de mi madre resultaba demasiado gráfico.
En la parte trasera de nuestra vivienda había
una especie de gallinero, con alambre de figuras de rombo a manera de
protección, y adentro cajas de madera como si fueran incubadoras.
En el interior había gallinas, gallos y
pollitos de plumas blancas y rojas crestas cacareando todo el día y comiendo
trigo desmenuzado.
Sobre todo en el verano de más de 45 grados,
el calor hacía que las pobres aves anduvieran con el pico abierto y la mirada
desubicada la mayoría del tiempo; entonces mi madre les echaba un manguerazo de
agua fría para evitar que se deshidrataran y cayeran desplomadas para siempre.
El intenso aroma que surgía al mezclarse el
calor, las cacas, la tierra y la humedad, se metía y se quedaba en la nariz
durante horas, días, años.
El criadero se encontraba junto a unos
columpios de fierro que mis hermanos mayores habían reconstruido con piezas
encontradas en un terreno baldío y ahí era donde pasaba la mayor parte de la
tarde en un vaivén permanente antes de decidirme hacer las tareas escolares.
Durante este paseo vespertino, siempre tenía
entre mis manos a un pequeño pollito amarillo, al cual alimentaba y cuidaba con
bastante esmero y me sentía feliz. Cada día elegía a uno diferente y le ponía
nombre para poder sentirlo más familiar.
Cuando mi señora madre disponía que esa tarde
se comería caldo, se dirigía sin titubear al criadero y entre todos los
animales, elegía al pájaro más gordito y alborotado. Lo correteaba durante un
buen rato, ya que parecía que la infeliz ave sabía de su inminente destino.
Al atraparla regularmente de la cola, ésta
cacareaba más fuerte de lo convencional y alborotaba al resto de los plumíferos
enjaulados que huían despavoridos ante la presencia humana en sus raquíticos
aposentos.
Cacareaban sincopados la sentenciada y los
recluidos, y parecía que se despedían de ella con gorgoteos estruendosos al
verla salir del corral con cara de espantada.
Era entonces que yo, aun moviéndome de arriba
abajo en el columpio y con la cría entre mis brazos, podía ver cómo la mujer
que me trajo al mundo, iba transformando su rostro tranquilo por el de un
verdugo sin alma.
Ella agarraba al pobre animal del pescuezo
con una sola mano, lo sostenía en el aire apretándole con fuerza el buche y sin
previa advertencia, lo hacía girar con velocidad inusitada hacia la derecha y
como consecuencia del mismo peso y velocidad, el cuerpo salía disparado
regularmente hacia unas bugambilias florecientes del jardín familiar.
El cuerpo sin cabeza ya, seguía revoloteando
sobre la tierra por algunos segundos, que para mí resultaban eternos, hasta
quedar poco a poco lánguido e inerte.
Con los ojos llenos de lágrimas, apenas
alcanzaba a ver cómo de la mano de mi madre gorgoteaba un chorrito de sangre de
la cabeza arrancada de la gallina mutilada.
Una vez corroborado que el animal estaba
muerto, mi señora madre lo agarraba y lo metía a una olla con agua previamente
hirviendo y lo zambullía durante unos minutos para sacarlo; y luego, con
paciencia extrema, arrancaba una a una las plumas remojadas.
Después de sacar los dentros y tirarlos junto
a la cabeza en el bote de basura, se dirigía a la cocina a preparar la
merienda; mientras tanto yo aprendía a asimilar lo acontecido viendo flotar a
mi alrededor plumas suaves en el aire.
Al cabo de unos minutos y ya con los ojos
secos, escuchaba el grito de mi mamá indicando que la comida estaba lista.
Para ese entonces me sentía sin fuerzas
porque arreciaba el hambre, pero al mismo tiempo recordaba la escena del buche
ensangrentado y el estómago se me revolvía.
Dudaba en acercarme, y continuaba
balanceándome en el columpio apretando suavecito al pollito en mi regazo, hasta
que el grito de mamá era más firme y autoritario y sentía entonces un jalón de
oreja repentino que me provocaba caminar al comedor.
Era ella, la verdugo, la asesina de gallinas,
la que me jalaba de la oreja hasta sentarme en la silla del comedor y me
obligaba a sorber la sopa caliente que llenaba un plato de donde salía una
parte de la pierna de la gallina que unos días antes, también había acariciado
entre mis piernas y columpiaba suavemente de arriba abajo en el columpio
oxidado.
Gruesas gotas brotaban de mis ojos al mismo
tiempo que sorbía la sopa; a cada cucharada, una lágrima, y a cada caldo que
llenaba mi estómago, se quedaba vacío este corazón de pollo…
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