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Tuesday, March 12, 2013

Ultra sonido


Tuve cita para ultrasonido una mañana de este frío febrero y al arribar al consultorio, la recepcionista me pregunta de tajo “¿ya se viene orinando?”, y yo con la cara apretada meneo la cabeza de arriba a abajo precisándole que sí, ya que me habían indicado previamente que bebiera mínimo tres litros de agua, media hora antes del estudio para que éste saliera más nítido.
“Ah, bueno, entonces pase al final del pasillo”, me dijo; “en un momento más la llamarán por su nombre”.
Luego de 15 prolongados minutos, treinta cruzadas de pierna y una sesión de limaje de uñas por aquello de la distracción, salió una mujer vestida de blanco, la cual para mí significó en ese momento la imagen misma de lo angelical.
Después dudé de mi percepción, ya que clarito aprecié como “el ángel” aquel deletreaba muy despacio: “S o l  G a b r i e l a  F o n t…” por lo que me levanté lo más rápido que pude para que me viera frente a ella.
Traté de sonreír, pero estaba segura que si lo hacía estremecería el único músculo que haría que llenara de “agua” la zona donde estaba parada, no sin antes atravesar vergonzosamente por mis calzones.
Apreté duro las piernas y marché despacito tras ella al área de rayos X.
La misma enfermera me enseñó el cuarto donde debía cambiarme de atuendo y colocarme una de las desteñidas batas, mientras me explicaba que el doctor no tardaría en llegar.
En el baño sufrí mucho más que con hambre en un supermercado; lo primero que mis ojos distinguieron fue la taza llenita de agua, húmeda y trasparente. Mi abdomen solito quería dirigirse hacia ella y descargar la vejiga que amenazaba con reventar.
Respiré profundo pero sin dejar de apretar, logré cambiar mi ropa para regresar hacia la otra parte de la habitación, donde me señalaron que debía recostarme y descubrir la bata mientras que el médico según, no aplazaría su arribo.
Temí en ese instante que si no comprimía todo el cuerpo y no lograba controlar mis esfínteres, ahí mismo se desencadenaría un tsunami con olor a óxido, pero pensé entre mí que era aún muy joven para esos desfiguros; que aún no le corresponde a mi organismo hacer lo que le dé la gana; que aquí, en esto, todavía yo tengo el control.
¡¡Mmmmm, tengo el control, tengo el control, tengo el control… Mmmmmm!! Y así medité por largo rato y del méndigo doctor ni sus luces.
Por fin a lo lejos escucho la voz del ángel –nuevamente- que grita: “Doctor, ¿ya mero viene? La paciente está lista y dice que se revienta”.
¡Gracias, muchas gracias!, pensé quedito para no agitarme y mancillar con ello mi orgullo.
Minutos después, que para mí transcurrieron eternos, entra apurado el galeno, saluda y se sienta sin siquiera mirar mi expresión de felicidad.
“Con permiso”, dice y levanta la bata de repente, lo que permite que un viento helado recorra mi vientre desnudo lo que me hace estremecer, y no, no era nada romántico; al contrario era algo insufrible a ese nivel de desesperación contenida.
Sin nada de clemencia, el radiólogo agarró un tarro de gel y dejó caer sobre mí abultada barriga una buena cantidad del producto azul gelatinoso, lo que provocó un intenso escalofrío que me recorrió desde la punta de los pies hasta la nuca.
Deslizó por fin un tubo suave por mi abdomen para luego decirme que detectaba la presencia de dos quistes en mi ovario izquierdo.
Los nervios cuando menos me ayudaron a olvidar mis intensas ganas de orinar y le pregunté, ¿pero hay alguna anomalía doctor? Digo, ya me han operado anteriormente de quistes por la endometriosis que sufro.
“No, precisó, todo parece indicar que son de tejido endométrico o de grasa. Aparentemente no hay de qué preocuparse; pero lo mejor sería que te realizaran un ultrasonido trasvaginal”.
¿What?, pensé yo. ¿Qué otra tortura me deparaba entonces? ¿No les resultó suficiente con este calvario a mi estoicismo?
Sin mediar clemencia, el radiólogo se levanta, me extiende un buen trozo de papel estrasa para que limpie el gel de mi cuerpo y cierra el programa en la computadora.
“Ahí está el baño; que pases buen día”, me dice tranquilo.
Yo quise reclamar que duré más tiempo apretando mi angustiada vejiga que él realizando el estudio, pero me fue imposible. Tuve que correr literalmente al baño donde descargué mi todo por algunos minutos y entonces sí, aún con el apresurado y trágico diagnóstico, fui verdaderamente feliz.


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