Se
quedaba completamente sorda una vez enamorada.
Sus
amigas y amigos, e incluso algunos familiares, le insinuaban sobre tal o cual afecto
que vislumbraban peligroso e inconveniente según su particular criterio; pero
como no escuchaba, no oponía resistencia al nuevo, pero reiterativo sentimiento.
Había
ocasiones que hasta le gritaban sobre las complicaciones que se avizoraban y
que aun siendo del dominio público, no percibía las advertencias y los clamores
de cordura.
Se
dejaba llevar por el resto de sus sentidos, los cuales se agudizaban al surgir
poco a poco la inminente sordera.
Distinguía
todo más brillante; olfateaba hasta la respiración; tocaba sensaciones y
saboreaba puro amor.
Sabía
que por más que se esforzara por auscultar, su audición se iría perdiendo
lentamente desde la primera mirada con el elegido, hasta que llegaba al punto
de no escuchar absolutamente nada, luego del primer beso.
Esta
carencia del sentido de la escucha no se le presentaba como una primera vez; luego
de algunas relaciones ya había perdido memoria del origen de su defecto y de
las veces que se autodiagnosticaba la crónica enfermedad.
Cuando
cruzaba mirada con el individuo en cuestión, sentía al mismo tiempo un leve
cosquilleo en los oídos y tenía la sensación de que moscos diminutos le
zumbaban dentro suyo.
Quizá
en lugar de mariposas en el estómago, los de ella eran insectos que se alojaban
gustosos en el yunque, el martillo o el tímpano durante todo el tiempo que se
prolongaba el enamoramiento.
El
esfuerzo de sus conocidos por evitar el consabido sufrimiento que ligaba
constante sus fracasos previos resultaba inútil, y ella se dirigía sin avistar
al precipicio de esa nueva oportunidad de amar a quien elegía como perdurable.
Con
la certeza de la mutua correspondencia, los eufonías que antes le llegaban nítidas,
se desvanecían de a poquito y solamente captaba las palabras de amor que le
endulzaban el espíritu y la hacían sentirse de nuevo una mujer deseada, amada,
respetada y sobretodo valorada.
Tampoco
había cacofonía que llegara a su percepción cuando despertaba ceñida al ser
elegido después de compartir deseos; cansada de contar lunares; ansiosa por desvelar
el origen de todas las cicatrices que habitaban silenciosas en las piernas,
brazos y espalda del ahora amado; y sobre todo de los cálidos amaneceres que
compartían abrazados.
Desaparecía
de su entorno la resonancia que convertía las ondas sonoras en vibraciones y
que estimulaban sus células nerviosas; lo que la hacía estremecerse ahora eran
tantos y diversos besos inventados, con los que experimentaba hasta la ausencia
de sueño y de su misma conciencia.
Sensata
estaba que esa anhelada permanencia resultaba efímera una vez que asomaban la
rutina y la disparidad con el referido amante en turno y era entonces que el
sentido del oído iba recuperándose.
El
automatismo que ella misma generaba en cada relación; las diferencias que
salían a la luz con la llegada de la monotonía; los desacuerdos y los gritos
que se sumaban, la forzaban a recuperar de nuevo la privación auditiva, aunque
al mismo tiempo y aun sabiéndolo, le quedaba nuevamente como muchas veces más,
el corazón hecho pedazos.
Tenía
por bandera que una vez que involucraba el corazón, se dañaban los
sentimientos… pero al cabo de un tiempo de duelo, le resurgía en sus oídos, un leve
y constante cosquilleo...
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