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Tuesday, November 18, 2008

"El Chirriondo"

El “Chirriondo” no era un caballo como cualquiera; tenía siempre las patas inquietas porque no podía resistirse a correr, a la velocidad.
Desde pequeñito lo dejaban libre por el monte, rodeado de mezquites, choyas, güicos y pitahayas y ahí corría para adquirir destreza y fuerza en sus piernas y él sentía el Sol en su cuerpo como gasolina para su libertad.
Al paso de los años adquirió una velocidad poco vista entre los de su especie, y las patas en eterno movimiento eran su distintivo.
“El Tony”, su propietario, cuidador y jinete, lo tenía bien peinadito y acicalado para que estuviera siempre listo para la próxima competencia en el taste de Rayón, Carbó o cualquier pueblo que lo invitara a demostrar su fuerza y velocidad.
Él mismo le puso el mote de “Chirriondo”, porque se parecía a los látigos con los que se fustigan los caballos: delgados, veloces, mordaces.
Todos en los alrededores lo conocían y sabían que ese rival era duro y las apuestas entonces se inclinaban a su favor.
El saino llegaba en primer sitio con por lo menos una cabeza de diferencia y los gritos y chiflidos de júbilo de la gente duraban bastante tiempo en señal de celebración.
Pasaron los años y las patitas del “Chirriondo” seguían sin parar.
Compitiendo y ganando como consigna en cada carrera y haciendo que los otros jinetes masticaran el polvo que levantaba con las patas.
Un día, cuando el equino llegó a los 12 años, unos vaqueros le dijeron al “Tony” que se los rentara para participar en la Cabalgata que organizaba año con año el Gobernador.
Él sabía que ese recorrido resultaba fatal para muchos de los animales que participaban, pero necesitaba unos cuantos pesos y así dudoso, aceptó.
Al regresar luego de cuatro días de agotadora caminata, el caballo no volvió a ser el mismo.
Retornó escurridizo, huraño, nervioso. Comía cada vez menos y no se dejaba montar por nadie más que no fuera su dueño y amigo. Tenía señas de latigazos en el lomo y sus ojos demostraban terror y se dirigían a ninguna parte.
Se consumió y un día ya no se levantó más.
“Tony” no quiso ni pudo llevarlo a enterrar, así que le encargó a su padre esa encomienda dolorosa y se despidió de su peludo amigo.
A los tres días y aún con el corazón atormentado, se dirigió al basurero municipal para arrojar los desperdicios del restaurante donde trabaja y lo primero que vieron sus ojos fue el cadáver putrefacto del “Chirriondo” lleno de moscas y zopilotes.
Con el alma destrozada, espantó a las rapiñeras y prácticamente con sus manos hizo un hueco en la tierra y depositó en la tierra el despojo de su amigo.
Hasta entonces y con la discreción de un vaquero, lloró y se despidió para siempre de él; guardando ese secreto por el resto de su vida.

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