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Tuesday, June 27, 2006

Aurora

Esa tarde verdaderamente estaba haciendo más calor que de costumbre, pero las paletas de limón que compramos al viejito del carrito, nos estaban haciendo menos ardiente ese día de agosto en el jardín de la casa de Arturo.
Desde hacía tiempo, siempre que podíamos nos reuníamos en su casa porque su mamá no nos molestaba como las nuestras a cada rato para que bajáramos el volumen del estereo o de los gritos y risas que espontáneamente dejábamos escapar cada dos o tres minutos.
Aurora, la madre de nuestro amigo, siempre estaba en casa, pero nunca asomaba la cabeza por fuera de su cuarto, el cual era el único que contaba con refrigeración en toda la casa y al que nos estaba prohibido acercarnos siquiera a la puerta.
De vez en cuando, el papá de Arturo, quien era albañil y trabajaba hasta muy entrada la noche y que raramente se le veía por ahí durante el día, se metía a la recamara con una charola que llevaba un plato con comida, un vaso con leche y una pequeña cajita dorada como alajero, la cual según nuestro amigo era la medicina que tenía que tomar todos los días su madre.
Al principio todo eso no nos importaba, pero como el lugar se convirtió en nuestro escondite después, antes y durante las horas de escuela y conforme pasaron los años, nuestras visitas se hicieron más frecuentes y la curiosidad por saber y conocer más acerca de Aurora nos quemaba cada día.
Fuimos creciendo a la par que Arturo, y como todos teníamos aproximadamente la misma edad, procuramos quedar en el mismo salón de clases durante los tres años de secundaria.
Era más la ansiedad de terminar cada día en la escuela para salir corriendo en busca de Arturo y junto a él dirigirnos en fila hacia su casa y permanecer ahí por horas con el pretexto de hacer las tareas que nunca llenaron las hojas de los cuadernos amontonados en el rincón de la sala.
En muchas ocasiones intentamos acercarnos a la ventana del cuarto, pero siempre estaba cerrada y la cubría una cortina tan oscura como la mirada de Arturo cuando nos descubría.
Cuando eso sucedía, él se molestaba tanto que a gritos nos corría del lugar y las lágrimas salían a borbotones de sus ojos; pero como nosotros ya le teníamos agarrado el lado y además como no tenía otros amigos, lo tranquilizábamos invitándolo a cambio al cine o a husmear en los baños de la mujeres de la cantina de atrás del bulevard cerca del barrio que por años había sido testigo de todos nuestros excesos de juventud.
Esa tarde, y aprovechando que Arturo se tuvo que encerrar en el baño porque se había tragado unos fritos con chile durante el receso y que le dolía la panza al grado de que nos hizo correr al otro lado del árbol de limón por los fuertes olores que emitía de su poco nutrido cuerpo, Oscar y yo nos miramos de reojo y sin hablar nos dirigimos en complicidad al cuarto prohibido.
Lentamente y tratando de hacer ruido alguno para que no nos oyera nuestro quejoso amigo, caminamos y atravesamos el pasillo que daba hacia la cocina y el comedor al mismo tiempo; del lado derecho y construido aparte de todo el resto de la casa, estaba la misteriosa recámara.
Por fin teníamos la oportunidad de acercarnos más allá de la límite impuesto y respetado por tanto tiempo; por fin dejamos atrás los miedos y nuestra curiosidad imperó por sobre el cariño y el honor otorgado durante los años de conocernos y nuestros pasos fueron adquiriendo cada vez una firmeza nunca imaginada que a nosotros mismos nos asustó.
El sudor iba en aumento al mismo tiempo que el calor de la tarde, al grado que nos impedía en ocasiones mirar claramente nuestro ansiado escenario.
Oscar me jaló la manga de la camisa del uniforme y pude sentir como sudaba copiosamente hasta que con los ojos desorbitados y el ceño fruncido le di a entender que si volvía a hacerlo iba a salir volando junto con el respeto y no iba a ser testigo de tan ansiada sorpresa.
Un olor extraño era nuestra primera compañía, el cual salía junto con el frío que emanaba de la refrigeración que aparentemente estaba a toda su capacidad.
El cerrojo de la puerta estaba sin seguro e incluso se veía un pequeño espacio entre la pared y el marco de la entrada, por lo que decidí sin consultarlo con Oscar, abrir sin miramientos y observar detenidamente lo que ante mi aparecía.
La recamara estaba semi-oscura y apenas se percibía lo que se resguardaba con tanto misterio.
Busqué sin voltear el brazo de mi cómplice y no pude sostenerlo al percibir el frío de su extremidad.
Oscar en esos momentos estaba fuera de sí mirando constantemente al pasillo y al baño para corroborar que Arturo seguía sin concluir su ardua tarea vespertina, por lo que fue necesario un pequeño jaloncito para que no fuera a flaquear y dejarme solo en tan ambiciosa empresa.
Seguimos adelante y cual sería nuestra sorpresa que una tenue claridad poco a poco fue presentándose ante nosotros y ofreciéndonos un espectáculo nunca antes esperado.
Sobre la cama, se encontraba un delicado conjunto de sábanas de color salmón, el cual, según las pocas pláticas de Arturo sobre su madre, era su color favorito, así como las películas de Tin-Tan.
Debajo del filo de la cama se encontraba un baúl avejentado lleno de polvo y en seguida unas pantuflas que al parecer no habían acariciado pies algunos en mucho tiempo, y que estaban acomodabas una enseguida de la otra.
A un lado de las delicadas sábanas, estaban unas ramas de salvia y un montoncito de piedras, entre las que resaltaban cuarzos rosas y granates.
Con los ojos achicados para una mejor apreciación descubrimos en el centro del colchón una bata de encaje que en su interior cubrían un conjunto de huesos religiosamente ordenados como si pertenecieran a algún animal o a una persona que hacía mucho había dejado de ser parte de este mundo.
Asustados y emocionados como si estuviéramos dentro de una de las tantas películas que fuimos a “gorrear” al cine, Oscar y yo nos apretamos los hombros y descubrimos que sobre lo que parecía ser un cráneo pequeño estaban unos mechones de cabellos entrelazados en lo que parecían ser dos trenzas cortadas rústicamente con tijera o con cuchillo.
Después del susto recibido, volteamos sin querer al mismo tiempo sobre la pared detrás de la cama y descubrimos colgando un crucifijo quebrado y pegado con alambres y en cada uno de los extremos se podían ver los restos de cabello del mismo color que el pelo de Arturo y del que estaba sobre el esqueleto en la cama.
Cerramos los ojos ante tal descubrimiento y sin dirigirnos la palabra, fuimos retrocediendo los pasos hacia fuera de la recamara cuando de pronto sentimos que nuestras espaldas chocaban con algo más blando que la pared o la madera de la puerta y descubrimos que Arturo había dejado el sufrimiento de su estómago y con los dientes apretados nos miraba con rencor desde hacía tiempo.
Intentamos suplicar un perdón que sabríamos no recibiríamos y solo obtuvimos como respuesta el frío desprecio que jamás volvió a desaparecer de su mirada, mientras agarrábamos nuestras mochilas y salíamos disparados hacia la calle.
Nunca más volvimos a ver a Arturo en la escuela y nunca, en lo que tengo de vida volví a comentar ese extraño incidente con Oscar, quien después de ese día se volvió huraño, aunque desde entonces su casa se volvió el nuevo espacio de reuniones y a su madre jamás la vimos nuevamente afuera de su recamara.

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