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Tuesday, June 06, 2006

Un dulce dolor

Cuando tenía 16 años me introduje al mundo de la danza, ¿o la danza se introdujo en mi?
Bueno, la verdad es que desde entonces me fascina esa disciplina que por muchos años practiqué y que ahora tengo muy abandonada y aún más desde que parí a mi hija Natalia hace dos años ya.
En realidad nunca la he alejado de mí vida porque inconscientemente formo parte de ella.
Mis movimientos y mi caminar llevan el signo de la danza, aquella que aprendí de mis grandes maestros Beatriz Juvera, Miguel Mancillas y otros que con su presencia y arte pulieron a la mujer que ahora soy.
Hace poco, luego de mucho alejamiento, intenté hacer ejercicios de calentamiento en el patio de mi casa y mis músculos uno a uno fueron respondiendo. Estirar y aflojar; puntear y soltar; contraer y dar giros. Mis piernas no querían dar de sí y el dolor fue recorriendo los tendones. Me dí cuenta que la columna se iba dando a conocer de vuelta. Los huesos del coxis, lumbares y cervicales despertaron y presentí que la danza jamás se había alejado de mí.
No cabe duda que el cuerpo humano es una gran máquina y la memoria su guardaespaldas. Comencé a recordar sin esfuerzos las secuencias que por años practiqué como si las estuviera viviendo allá mismo, en los grandes salones olorosos a madera vieja, rodeados de espejos gigantes que nos mostraban los dobleces corporales.
Aquellos años fueron los mejores de mi vida: el dolor era constante por el esfuerzo de dar más de lo que podíamos, pero al final de la clase, con los rostros empapados y los cuerpos en relax, no cabían en nosotros las ganas de volver a empezar la clase y que las horas no siguieran su curso normal.
"Uno, dos, tres, arriba", "Tres, dos, uno, abajo e inicia otra vez", sonaba en el salón y se regresaba con el eco la voz potente de la maestra Juvera, una mujer de gran fortaleza y de incansable labor artística. Con el corazón puesto en el ritmo, con el aroma inconfundible de su perfume inundando las aulas y con el corjae y sudor de la mujer de marfil que puntualmente amanecía danzando.
Los años dejan su estela de tiempo en el cuerpo, de eso no cabe duda; pero no logra aminorar el destello de pasión que las disciplinas artísticas alojan en el corazón de cualquier ser humano que se acerque mínimamente a ellas.
Duele danzar, pero duele más alejarse del ritmo y la armonía y es por eso que es un dolor dulce que se recoge con el corazón.

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